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Análisis del Libro: Más allá del crimen de René Vergara (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Lo sabrás cuando el rocío caiga sobre tu
mente abierta al sol.

Habíamos entrado en el Golfo de Ancud. Desde el
canal de Chacao soplaba un viento fuerte, enfurruñado, que
hacía balancear el barco de babor a estribor.
Habíamos perdido un bote y la escalera de atraque. Tuve
miedo y me así de una baranda.

Tranquilo, muchacho. Nada pasará. Yo conozco un
poco estas aguas: se alteran con la entrada del verano. Ah, pero
mi música les agrada.

Tocó la guitarra mirando hacia el mar y el viento
se puso de rodillas. El músico me tocó el hombro y
seguí durmiendo.

Cuando desembarqué miré a todos los
pasajeros: mi amigo había desaparecido.

En un camión fui a Coyhaique y desde "Lo
Veleiro", a pie, atravesé la frontera siguiendo el curso
del río Mayo. Caí en Comodoro Rivadavia.
Peón, al destajo, en los yacimientos petrolíferos
argentinos. Manos con callos de acero: el chuzo había
entrado en mi epidermis. Seis meses después
embarqué hacia La Plata en el barco petrolero "F.
Ameghino". En microbús, horas, llegué a Buenos
Aires.

Cuatro años se me fueron entre Argentina,
Uruguay, Paraguay y Brasil. Cargador en puertos fluviales, chofer
de camiones entrerrianos, narrador de historias breves para
revistas bonaerenses, recaudador de la Shell, cortador de
cañas, recolector de mandarinas, marinero. Bruma y vaho,
hambre y soledad. Un tarjetero lleno de visiones enloquecidas,
confusas, saturando mi memoria: aquí una esquina de mar
con almacenes, la novia guaraní y el yacaré, los
ríos desbordados; más allá, las ciudades del
hielo y del silencio; en el norte el calor: indios y negros de
chocolate. Caminos cruzados como serpientes anidadas; cielos
bajos, aire húmedo y el hombre odiando y amándose
sólo a sí mismo, comiendo y bebiendo, hiriendo,
matando, durmiendo y muriendo.

Más de una vez, por tierra y por mar, pasé
por Aysén rumbo a Magallanes. Había logrado hacer
un paquete geográfico con el sur que contenía
golfos y bahías desconocidas, archipiélagos
endemoniados, icebergs, lobos, canoas, lágrimas y
estrellas. A mis nombres indígenas había agregado
voces "gringas": Stokes, Lockburn, Stewat, Cook. El frío
ya estaba en mis huesos y en mi sangre. Había visto
ponerse el sol en el oeste desnudo de Adán y lo
había visto salir secándose el agua, casi
chirriando.

EL REGRESO

Mendoza, 1938. Estaba por cumplir los 20 años. En
un automóvil de "Cata" me embarqué para Santiago.
Mi voz era gruesa, ronca; manos y piernas duras; pecho y espalda,
anchos. La piel quemada: Me había agarrado "firme" la
nostalgia: padre recién fallecido, mi madre
llamándome; y el secreto deseo imposible: detener el
tiempo en una esquina de mi barrio para conversar con "El Viejo
Carlos", oír las historias del "Manchado", beber cerveza
con "El Pato Reyes", acercarme a la Estación a ver un tren
fantasma.

En Las Cuevas nos detuvimos a almorzar: Pedí vino
chileno. En la tercera copa sentí una música de
guitarra que venía desde la cordillera. "No puede ser: 4
años es mucho tiempo". Salí y caminé hacia
los cerros. La voz de siempre cantaba:

Del viejo camino vengo

al viejo camino voy

de tanto mirar estrellas

no sé quién soy.

Su rostro era el mismo. Gritó:

¿Cómo estás, muchacho?

Bien. ¿Qué haces aquí?

Vine a despedir, para siempre, a un amigo que regresa a
su tierra. Su durísima cabeza ha empezado a
abrirse…

Dejé de verte…

Lo sé. Es lo que crees. Jamás nos
separamos: no te dejé embarcar en el vapor "Arica". Se
hundió en el Estrecho. Moví tu cuerpo cuando
pisaste ese reptil…en el Chaco. Te saqué desde el fondo
del río Paraná…

Quedé frío, como cayendo en un ventisquero
de razón y memoria borrascosas que empezaron a
aclararse:

¡Ah! ¡Ahora lo sé! ¡Lo
sé! Te conocí en Maipón: tú eres mi
pequeño pájaro de greda.

Desapareció entre un rayo de sol alojado en mi
mente y el vuelo de un cóndor solitario, entre la voz del
chofer que me llamaba y mi borroso mirar húmedo,
interno…

La calle de la
luna

René Vergara

La Avenida Francia es una calle estrecha, corta,
modesta, que, como casi todas las calles de los barrios
santiaguinos, está llena del verde de sus acacias
orilleras, "verederas". Nace en el norte de la ciudad, en un
costado del Cementerio General y "muere" en la Avenida
Fermín Vivaceta: largo ring de cemento para "los guapos" –
cada vez más escasos – con hipódromos y
prostíbulos, bares, iglesias deterioradas y restaurantes
bautizados por "payasos" tristes. La Avenida Independencia, ruta
principal de nuestros primeros vagidos históricos y camino
internacional, la corta en dos: el tramo del oeste, más
largo, tiene hasta chalets con antejardines y rejas coloreadas;
el del este: dos filas de casitas viejas, bajas, pasajes y
conventillos disimulados, una botica, una fábrica de
fideos, un estadio en ruinas, dos almacenes y negocios de
alcoholes con y sin patente.

En primavera se llena de un olor suave, femenino, grato:
por sus veredas, siempre averiadas, los transeúntes van
pisando pequeñas flores blancas, de corolas regulares y
estambres múltiples. De noche la luz pública es
absorbida por el follaje de las acacias altas y el blanco se
vuelve verde tibio, transparente. Rejones de luz caen sobre el
pavimento y la calle se ilumina a trozos cortos, finos,
informes.

La luna llena siempre aparece suspendida sobre el
cementerio, haciendo brillar los contornos de los cipreses, los
techos de cinc, el asfalto y todo lo que se mueve entra en un
juego de sombras largas sobre un escenario natural: caleidoscopio
callejero blanco de luz, negro de sombra, opuestos tan
inseparables como vida y muerte.

Los vecinos del sector este – sin decirlo o sin
comprenderlo -, orillando el Hospital San José, para
tuberculosos – cuyas paredes, patios y salas, colindan con el
cementerio -, viven la semipresencia de los agónicos, el
mundo invisible de los bacilos, las cavernosas toses del
adiós. Vecinos obligados de los muertos de la ciudad,
viven entre tumbas, cruces y coronas, leyendas y aparecidos.
Tienen, los que allí nacieron y se criaron, un modo de ser
distinto del resto de los habitantes de la capital: reaccionan
melancólicamente, como si sus espíritus llevaran
luto eterno.

En la madrugada del 2 de noviembre de 1974 unos pasos
rápidos, audibles para miedosos, venían resonando
desde el cementerio. Un ebrio cortó su décimo hipo
y miró sin ver. Dos gatos crispados dejaron de maullar. La
dirección de los pasos (?) fue deducida por la
cercanía y el alejamiento de los ecos por un testigo
normal que enmudeció al sentir la ráfaga de
frío intenso: "Los pasos venían desde el lado de
los muertos. Pasos, solamente pasos: no pertenecían a un
ser visible".

La calle tenía, a la hora del extraño
fenómeno, luces en algunas ventanas y umbrales,
música de radio y voces de locutores asordinadas.
Demasiada vida para los primeros minutos de un noviembre helado
que empezaba a crecer entre los vacuos símbolos del
hombre. Demasiado ruido para una calle que bien podría ser
la prolongación de "Oriente de piedra" o "Jardín
del silencio", nombres de dos "Calles" del cementerio
vecino.

¿Pasos? Algo o alguien con pies o patas que se
mueve. Pies o pata no se mueven solos. Esos pasos, además,
no dejaban huellas. Si nacieron de una asociación simple,
algo similar a ruidos de pasos la produjo. ¿Qué?
¿Qué es lo semejante al ruido de la marcha o la
carrera humana o animal? Esta parece ser parte de la zona donde
"nacen" los fantasmas y la locura: nuestros oídos "oyendo"
, los ojos en blanco y el juicio, ayudado por la memoria,
tratando de asociar, de comprender.

El ruido cesó, según el ebrio y el joven
que perdió transitoriamente el habla, cerca de una acacia
de tronco ancho, en cuya corteza las parejas del vecindario
habían grabado corazones, iniciales, nombres, fechas.
Acacia crecida en rincón oscuro, alisada por cien manos;
testigo vegetal del amor humano: verde, a veces florecida;
incansable receptora del juego eterno de las caricias y de las
promesas.

Un perro aulló y bastó ese ladrido
lúgubre – emocional calificativo con el que
señalamos algunos aspectos de la muerte – para que otros
perros dieran comienzo a un viejo y todavía inexplicable
"concierto" canino. Los perros regresaron al lobo tan cercano y
ya atávicos aullaron: quejidos del miedo, del pavor,
perforando oídos, sacudiendo esencias, removiendo el
tiempo de la especie civilizada. Voces humanas trataron de
acallarlos: se abrieron puertas y ventanas; aparecieron manos con
linternas y con garrotes. Se oyeron, entremezcladas,
exclamaciones y susurros: lo desconocido volvía a reinar
en todo espíritu. Del sector de "La acacia del amor"
salían o parecían salir pequeñas luces
vagas. Algunos vieron ramas violetas; otros, azules o amarillas.
Lentamente los vecinos se acercaron al árbol del
embrujo….cuando los resplandores ya habían desaparecido
del follaje y de la corteza ilustrada. El árbol, sin su
brillo excepcional, había entrado en su viejo sueño
de sombra.

Parecía una procesión de
luciérnagas – dijo uno –

Yo vi al demonio – aseguró otro.

Un niño creyó que era: "un gran
árbol de Navidad".

Todo el sitio fue examinado con prolijidad y no
apareció indicio alguno que permitiera entender lo que
había ocurrido.

La abuela de Oscar Castillo, octogenaria, gritó
desde la ventana de la casa ubicada casi frente al árbol
del misterio:

Ven a dormir, Oscar. Allí no hay nada…humano.
Mañana debes ir a la escuela.

Lo sé, abuela. Este árbol puede volver a
iluminarse. En un rato más me iré a
acostar.

Los hombres siguieron pesquisando. El foco de luz de una
linterna cayó sobre el nombre de una mujer grabado en la
corteza: "Brunilda". Todas las letras estaban llenas de goma
fresca: gotas espesas, sólidas: parecían
lágrimas cristalizadas.

Es curioso, abuela – comentó Castillo -. Es el
único nombre que está "llorado" o
"llorando".

El joven miró la fecha: "Noviembre,
1946".

Ud., abuela, que nació en esta casa, debe saber
quién era Brunilda.

Sí. La conocí…

Cerró los ojos descontándose decenas de
años y se extravió entre recuerdos.
Agregó:

Todos los años, cuando amanece el Día de
Difuntos, esa acacia llora por su nombre. No tiene importancia.
Entra, Oscar.

Lo de la goma del árbol saliendo por "Brunilda"
no es natural. Esta acacia se iluminó y aquí
terminaron unos pasos que me dejaron mudo. Nunca había
oído aullidos como los de esta madrugada. Díganos,
a los jóvenes, lo que sabe.

Los vecinos se acercaron a la ventana.

Está bien. Sólo porque vieron esas luces
les contaré la historia de Brunilda. Esperen: me
pondré un chal.

Desapareció y volvió arrebozada en un
echarpe gris de lana tibia. Acercó una silla a la ventana.
Apagó la luz y se sentó mirando hacia la
calle.

El cielo, lado del cementerio, mostraba cambiantes nubes
oscuras y blancas. La vieja luna nueva remontaba hacia le norte.
La voz vino gastada, baja, imantada:

En mis tiempos de moza este día se llamaba
"Fieles Difuntos". Según la iglesia, eran los que purgaban
culpas terrenas; después de la expiación esos
espíritus se volverían "Almas radiantes". Mis
padres creían que ellos cuidaban de nosotros, los
mortales..

Brunilda, abuela.

Ya va, niño. Bien, era la única hija del
zapatero que vivía aquí, al lado, justo frente a la
acacia; de nombre..Juan. Quedó viudo creyendo a su hija
culpable de la muerte de su esposa y jamás la
habló. La niña era hacendosa, retraída,
triste. Iba a la escuela N° 20, la de la Avenida
Independencia. En los alrededores de este árbol pasaba
gran parte de su tiempo libre. Más de una primavera la vi
hacer collares con flores de esta acacia: se adornaba con ellos.
Collares olorosos, tiernos. Siempre he creído que la
acacia le entregaba sus flores más bellas, las más
perfumadas. Idea de vieja chocha, por supuesto…

¿Era bonita?

No. no en un principio; pero, a los 14 años se
convirtió en una mujercita que llamaba la atención
de los muchachos, en especial del hijo mayor de un matrimonio
nortino que vivía en la primera casita de la izquierda, a
la vuelta en el "Callejón Guanaco". Es el nombre que
está junto al de Brunilda. Gregorio. Yo creo que
tenía 20 años. Fuerte, moreno, alto. Trabajaba,
como cargador, en la Vega Central. Compró una carretela y
se dedicó a vender frutas y legumbres en este mismo
barrio. Brunilda recibía los primeros higos, duraznos,
manzanas. Tenía un caballo negro, negro lustroso, nuevo. A
veces lo montaba en pelo y galopaba por "El Callejón" que
era de tierra. Una vez, víspera de Año Nuevo,
llevó a Brunilda al anca. Don Juan los vio y se
enojó: con la correa de la máquina aparadora
castigó a su hija, y a Gregorio lo amenazó con una
larga y filuda chaveta. La joven lloró toda la
noche….

¿Y lo del árbol, abuela?

Ya viene. Gregorio se llevó a Brunilda. Un vecino
dijo que había visto la pareja en Tocopilla. El zapatero
enfermó, bajó de peso y ni siquiera abrió el
taller. Ignoro si comía, pero bebía mucho. Se
dejaba morir, como dice la gente. A fines de octubre de 1947
Brunilda reapareció. Atendió abnegadamente a su
padre y cuando éste murió, ella se colgó de
la acacia. Oscilaba como un péndulo con delantal rosado y
trenzas negras. Estuvo colgada casi toda la noche de ese gancho
grande. Los vecinos la descolgaron, la velaron y la enterraron.
Un policía, que vivía en la casa blanca, la de dos
pisos, trató de encontrar a Gregorio. El tiempo hizo lo
suyo, el tiempo es olvido. Si Uds. No hubieran visto la acacia
encendida…

¿Qué pasa con ella?

Ya lo sabes: todos los años aparece esa goma
sobre su nombre y el árbol se ilumina por breves segundos,
sólo que esta vez se alborotaron además los perros
y se alertó todo el vecindario…

¿Cree Ud. que es el espíritu de Brunilda
el que llora?

Yo no estudio, como tú, medicina, y del
espíritu humano lo ignoro todo; pero, en ese árbol
ninguna otra pareja ha grabado nombres. Nadie ha vuelto a
enamorar debajo de él. Tus amigos, Oscar, los que tienen
tu edad y tus ansias, sin saber esta historia, lo rehuyen.
¿Tienes tú las respuestas?

No, abuelita.

He oído decir que la acacia gime, a veces, como
una criatura; que vibra. Le he visto perder cientos de hojas en
un segundo y más de una vez se ha desgajado sola. A veces
creo que conoce mi voz. Si es así, debe ser porque yo soy
la que la riega desde el siglo pasado, cuando apenas su copa me
llevaba ventaja.

Gracia, abuela. Cierre la ventana. Pronto iré a
acostarme.

Algunos vecinos se retiraron. Los más
jóvenes siguieron charlando bajo la doble sombra:
árbol y noche.

No creo en aparecidos – dijo Jorge Vargas,
compañero de curso de Oscar – Tu abuela tiene demasiados
años dándole vuelta a un drama familiar que la ha
traumatizado. Su imaginación se encerró en este
árbol y en Brunilda. Otra debe ser la verdad.

Sí; pero en esta acacia no hay una sola fecha
posterior a 1947, y este es el lugar más oscuro de toda la
calle, porque el farol está lejos y porque este
árbol es el más grande y frondoso. La casa del
zapatero, que es nuestra, no ha podido ser arrendada y hasta mi
gato la esquiva. ¿Qué es lo que pasa?

Vale la pena averiguarlo. Yo tengo una novia nueva:
estudia Biología. Vive cerca y puede salir de noche.
Mañana provocaremos a Brunilda o a lo que sea. Tú
puedes estar en tu casa, cerca de la ventana, por si
acaso.

De acuerdo, Jorge. Mañana a la
medianoche.

CITA CON LA
EVIDENCIA

Jorge Vargas habló con su amiga Elisa y le
contó la historia, las dudas y el proyecto de la
pesquisa.

Seré Bióloga en un año más,
pero no me gusta jugar con los muertos. La ciencia de la vida
está llena de misterios.

Oscar estará al acecho. Yo llevaré un
revólver. Hazlo, Elisa, si es que algo te importo.
Necesitamos una mujer.

Bien. Lo haré.

A medianoche te estaré esperando en la esquina de
la botica "Lillo".

Con un cortaplumas en el bolsillo, una linterna, su
revólver del 7 y el ánimo sobresaltado, Vargas la
vio venir. Se besaron.

Es locura, Jorge. Nosotros podemos hacernos el amor en
cualquier parte….

Pero no es lo mismo: ahora estoy excitado, nervioso
¿Y tú?

No oí la historia de boca de la abuela. No
conozco el árbol.

La calle estaba silenciosa: túnel de sombras
quietas. El cielo oscuro, encapotado, cubría a la
luna.

Se internaron con lentitud y recelo.

Sigue desagradándome este desafío a una
leyenda.

Ya es tarde, Elisa, para arrepentimientos. En metros
más, en segundos más, aclararemos este enigma….si
lo hay. No le temas a la simple historia de una
abuela.

La tomó del brazo. Elisa, mujer al fin, le
acercó el rostro. Debajo de la acacia Jorge la
apoyó en el tronco besándole boca y cuello. La
sangre de Elisa se incendió y todo su ser empezó la
vieja y siempre renovada búsqueda del macho.

Espera. Grabaré un corazón y nuestras
iniciales.

Apoyó la punta del cortaplumas en la corteza y
escuchó un quejido largo, lejano y cercano. Jorge detuvo
su mano porque su corazón también se había
detenido.

¿Oíste?

Puede ser Oscar tratando de asustarnos.

Se acercó a la ventana y golpeó los
vidrios. Oscar entreabrió, asomando la cabeza.

¿Pasa algo?

No te hagas el gracioso quejándote como alma en
pena…..

No he hecho nada. Ni siquiera les oí
llegar.

Salió por la ventana. Con la linterna
alumbró el árbol.

No escucho ruido alguno. Creo que estás
aterrorizado.

Oí un quejido. Elisa también lo
oyó. Ya no tengo miedo. Apaga la luz: nos quedaremos
quietos a la espera de lo que sea. No es posible concebir que un
árbol se queje porque una pareja se hace el amor o porque
la punta de un cortaplumas lo roce.

No olvides que es un árbol
….trágico.

Elisa se tomó, fuertemente, del brazo de
Jorge.

Los minutos empezaron a alargarse. Los 3 jóvenes
sentían el paso rápido de la sangre por sus venas.
La acacia, inmóvil estatua vegetal, seguía siendo
lo que era: una planta de tronco leñoso, vieja.

Elisa rompió el silencio de
cántaro:

Esta tensión es demasiado para mí. Me voy.
Acompáñame.

Tenemos que darle tiempo a…Brunilda. Un poco
más, Elisa.

No. no puedo. Tengo que ir al baño.

Anda con ella, Jorge. Yo me quedaré.

La dejaré en su casa y regresaré
corriendo.

La pareja se alejó con rapidez. Oscar la vio
cruzar frente a Independencia.

Encendió un cigarrillo y regresó al pie
del árbol. Se apoyó al tronco rugoso pensando en
Brunilda y en el amor: "La raíz tiene que ser genital;
después, pasional. Puede ser que yo alcance el amor ideal.
Pobrecita, no tuvo alternativa. Es probable que Gregorio, macho
en formación, la dejara por otra. Sin opción, sola,
desilusionada, prefirió la muerte".

Tiró la colilla al centro de la calle: el choque
produjo un chispazo leve. Desde el pavimento se alzó una
larga y afiligranada voluta de humo azul-celeste que
empezó a girar y a elevarse. A la altura de los techos de
las casas tomó la forma de un pájaro de "alas"
extendidas, transparentes. Descendió sobre el árbol
y todo el follaje se convirtió en nube verdeazul,
rojiblanca. La acacia era una bengala. Oscar, demudado,
cerró los ojos y tartamudeando oró: "Dios
mío, bien sabes que sólo soy un hombre".

Abrió los ojos y vio que la acacia seguía
siendo el mismo árbol de toda su infancia. Tocó la
corteza y la sintió tibia, palpitante. Sólo
había desaparecido a la luz de la luna encimada a la
acacia, gran farol de los misterios, un nombre. Se abrazó
al árbol.

La voz de Jorge se acercaba gritando:

¡Aquí estoy! ¿Ves? Ni un minuto.
¿Cómo sigue la pesquisa?

Con mucho de piedra, Oscar seguía estrechando la
acacia.

¿Qué ha pasado? ¡Habla!

Lo sacudió y lo arrancó del tronco,
golpeándole en las mejillas:

¡Habla!

Giró la cabeza como los pájaros nuevos.
Tragó saliva espesa. Reencontrándose
reconoció a su amigo, el lugar. Recordó otra vez la
última escena y los hechos. Su voz sonó a pisadas
descalzas:

Lo que mis ojos vieron y lo que ahora vive en mi memoria
no puedo comunicártelos, porque las palabras no me sirven.
Supongo que mi juicio y mi inteligencia bambolean…

¿Qué viste? Aquí todo sigue
igual.

¿Igual? Aquí cambió mi cerebro:
este árbol es un mago verde que hace milagros y la luna es
su cómplice.

No divagues. ¡Pruébalo!

El nombre de Brunilda ha desaparecido. Alguien lo
borró y ese alguien se parecía a…..

¡No!

Buscó con su linterna. Con sus dedos palpó
la superficie.

¡Tú lo borraste!

¿Cómo? Es tejido orgánico, natural;
el hombre no puede cambiarlo. Si lo hubiera raspado
estarían las marcas del cuchillo en la corteza y las
laminillas de la madera sobre el suelo. Además y lo sabes:
¿en menos de un minuto?

¿Qué pasó?

Algo llegó a su fin. Se cumplió un
plazo.

¿Viste a Brunilda?

No. No vi a persona alguna. Una visión de color
fue todo lo que vi.

¿Visión de qué?

Del paso, como dijo mi abuela: de "fiel difunto a
radiante".

Estás loco.

Sí, loco; pero con el recuerdo tibio de una luz
capaz de vencer la oscuridad de un ciego. ¡Mira esta calle
de la luna! Allá duermen los muertos; aquí, en dos
filas de casitas blancas, duermen los vivos. En alguna parte
Brunilda es, ahora, una estrella más, una
luciérnaga, una pesadilla, parte de la noche o una
lágrima….

El tambor
mágico

René Vergara

En la década del 40, Luis Araneda, 21
años, soltero, moreno, bajo, fornido, de grandes bigotes
negros, rompió una tarjeta de archivo delictual. Sometido
a sumario por su jefe, el comisario Vidaurre, para establecer las
causas de tan extraña conducta, sólo fue castigado,
por sus inmejorables antecedentes, con un traslado a Nueva
Imperial, considerada, junto a Calama y Pisagua, por las
durísimas condiciones geográficas y
climáticas, las peores unidades policiales del
país.

Nacido y criado en barrios santiaguinos del oeste,
conocía muy bien la Quinta Normal, "la zunca Borja" – lado
éste sin viviendas – , Yungay, el río Mapocho
abierto, libre; gente laboriosas, humildes.

Por allí, detrás de sus gafas oscuras el
sol lo hacía lagrimear – vivía la imagen de
Mercedes Sánchez, una bellísima santiaguina de
largos cabellos ondulados, piel blanca y un par de ojos donde se
podía ver, simultáneamente, la luz y la
noche.

Le habían dado sólo 48 horas para llegar
al lugar de su "destierro". Su madre y su novia fueron a
despedirlo:

No llore, doña Luisa. Sabrá
cuidarse

¿Qué sabes tú? Eres una
niña

El tren está piteando.
Escribiré.

A través de la ventanilla dio las manos francas.
Su cabeza, como las de otros viajeros, estaba vuelta hacia el
norte – galpón de fierro que se achicaba,
alejándose, disminuyendo a sus seres queridos -.
Sintió estrecha la garganta y húmedas las mejillas.
Tosió y carraspeó la ira. "Jerarquía: un
hombre ordenando a otro sólo porque es más viejo.
La ficha policial de Miguel Gutiérrez jamás
debió hacerse: escaló la reja de esa quinta porque
la fruta se estaba pudriendo a la vista de todos.
¿Qué sabe Vidaurre de mi amigo? Trabaja, con su
lustrín a cuestas, de sol a sol, y es generoso. Yo estaba
ese día con él y no fui detenido porque mis piernas
son fuertes, sanas. Gutiérrez todavía cojea de una:
la derecha poliomielítica".

En Rancagua bajó a "estirar la piernas", a mirar
huasos endomingados. Un par de espuelas le quedaron tintineando
en los oídos: alguien caminaba sobre dos estrellas que
sonaban como cajitas de música. En San Rosendo vio una
decena de gordas vendedoras vestidas de blanco. Cerró los
ojos: su madre, en el patio de la casa pequeña, lavaba; su
perro, entristecido, con la cabeza baja, estaba buscándolo
en el olor de sus ropas viejas. El poder evocativo de Araneda se
parecía demasiado a la realidad: percibía hechos a
distancia con lucidez que ya no lo sorprendía: un
clarividente que estaba entrando, sin saberlo, en la dolorosa
zona telepática. Dormitó.

Entre Linares y Ñuble lo despertó el olor
a frutas, flores, chicha fresca. Hacia la cordillera, negros y
verdes bosques de pinos enfilados; manchones de remolacha.
Descendió entre gritos apetitosos; compró un
sandwich de pernil caliente; se comió 10
centímetros de longaniza dorada y bebió vino
blanco, pipeño. Sintió calor, y su maravillosa
alegría de vivir renació con más
bríos. Sonrió, y como buen chileno, "se echó
a la espalda" la pena nueva. Se pegó al vidrio de la
ventanilla para recibir, por primera vez, al largo paisaje del
sur en su alma limpia: volaban las lomas entre cerros grandes y
cercanos, vacas dormidas, árboles huachos y estaciones
pequeñas. La noche borró un coigüe de 40
metros: alto centinela verde del curso de los ríos,
gigante protector de suelos y pájaros. En manos del aroma,
entre sueños y parajes desconocidos, entró en
Cautín, la provincia vegetal, indígena y fluvial de
Chile. Lo salieron a recibir la lluvia y el frío; rostros
hundidos en platos de sopas humeantes o en vasos de vino alzados.
Alojó en el hotel de la estación porque la calle ya
era río oscuro. Su cabeza, en la almohada vieja, hundida
por pasajeros pretéritos, soñó lo ajeno,
tormentoso, acumulado. El viento, que también
quería saludarlo, entró a la pieza galopando sobre
ventanas y ropas, lámpara y piel. Se levantó para
afirmar, con papeles de diario, los postigos. A través de
la luz del alumbrado público vio la lluvia inclinada, casi
horizontal. "¡Ah, diablos! Y estamos al final del verano".
Encendió un cigarrillo tiritón. Con las ropas de la
cama, como mantas, se quedó mirando un cielo que no
veía, una lluvia maromera; a oír las zancadas del
viento sobre los techos y el sordo ferrocarril del trueno
"¿Qué es la vida del hombre? Aquí, casi
desnudo, no me sirve el grito ni el llanto ni la memoria. Estoy
encerrado en mí, acorralado".

Bajó al primer piso ….en busca de gente, de
otros. Desayunó café amargo, tibio. Compró
un poncho negro, un par de botas cortas, pantalones de lana, una
chaqueta de cuero y un sombrero gris, alón. Subió
al cuarto por su maleta, se cambió de ropa y vestido de
"temucano" se miró al espejo: "¿Seré el
mismo?" Sonrió; sólo su risa le
pertenecía.

En el tren a Carahue ("Donde hubo pueblo") el paisaje
era otro: trigo erguido, rucas indígenas, ríos. En
Nueva Imperial el sol estaba alto. Con el poncho al hombro
preguntó por el cuartel de la Policía Civil y
rumbeó, a pie, hacia la plaza. "Una esquina de ladrillos"
había dicho el jefe de la estación , ": enfrentando
el edificio blanco y alto de la gobernación". Miró
las planchas de bronce. Sí, allí era: funcionaba
junto a Identificación.

Buenos días, señora. Soy el detective
Araneda. Estoy trasladado aquí.

¡Ah! Es al frente. El jefe es don Mario
Poblete.

Un gordito rosado, risueño, lo recibió en
un escritorio demasiado grande para él.

Sí. Recibí el radiograma. Bueno,
allí al lado del cine, hay un hotel barato. Lo iré
a dejar – lo saludaron los 3 detectives de la unidad: Espinoza,
mestizo; de los Ríos y un tal Soto, que reemplazaba al
gobernador.

NUEVA IMPERIAL

¿Cómo es un pueblo? Todo humano recuerda
sensaciones, emociones, y cuando enjuicia tiene que subjetivar de
acuerdo con su esencia: único e invariable fundamento del
espíritu. Sabía que de alguna manera había
sido "descamado" por dentro, modificado. En carta a Mercedes
Sánchez describió a Imperial y a sí mismo:
"Carretas pequeñas tiradas por bueyes: ruedas de madera
desnuda, maciza, discos no siempre redondos. Boyeros
indígenas de rostros, cuerpos, actitudes y ropas casi
iguales, equilibrándose sobre las carretas, azuzando a los
animales con aguijadas puntudas. Todo es agua, barro y greda.
Casas bajas, de maderas pintadas de blanco o gris. Ríos;
uno es enorme y verde, navegable, con pequeñas islas
"arboreadas" y tapizadas de pasto largo para ovejas de blancos,
dueños de botes grandes: todavía no he visto a un
indio remando. Lomas húmedas goteando o destilando aguas
oscuras: Piaras de cerdos altos en las calles; pavos, gallinas y
patos sueltos. Carnes colgando desde las vigas de las casas. El
olor a vino cubre casi todas las rutas del hombre. El indio
dormido en el barro, cántaro alcoholizado, se repite.
Vacas bretonas, holandesas, normandas, negras, manchadas, casi
blancas. Caballos en las plazas, en los cerros, en el agua, en
las sombras, debajo de la lluvia o entre ladridos de perros
invisibles, vestidos de agua.

Diez, veinte, treinta caballos de silla amarrados a las
varas de los bares. Siempre se está atravesando una lluvia
llena de puñales diminutos, pisándola,
bebiéndola al correr, al hablar. Cae sobre el sueño
y la vigilia, sobre el amor y la tristeza. Lluvia ciega, sorda,
fecunda, sin horario ni calendario. Hay que contar con ella para
todo u olvidarla. Crecen los palos de los gallineros y las
estacas, zarzamoras, ríos, ansias. Casi todos viven
puertas adentro, junto al fuego, al asado, al alcohol, hembras y
camas. Cuando la lluvia da vacaciones cualquier día es
festivo: los imperialinos llenan las plazas, los mercados, la
iglesia; se visitan; cambian sus ropas oscuras por claras.
Blancos, mestizos e indios vuelven a los bares o chincheles a
celebrar, encerrados, la caída del sol".

A los pocos días comprendió que los
delitos de la zona no iban más allá de riñas
de ebrios y robos de animales. Tenía, por primera vez,
tiempo para vivir de otro modo: sabía que algo se estaba
gestando en él.

Aprendió a cabalgar y excursionó la
provincia: seguía el curso del río Imperial hasta
la desembocadura en puerto Saavedra; costeando llegaba a
Toltén. Aparecía en Labranza, en Perquenco o en
Boroa, hechizado por araucanos rubios, descendientes de franceses
que habían encallado en las peligrosísimas costas
de Cautín. Fue amigo de machis y caciques, de indias
viejas y de indios jóvenes. Progresaba velozmente en el
aprendizaje del idioma araucano. Sus botas eran largas, usaba
cuchillo de monte y manta de castilla de pelos largos. Se
había dejado crecer la barba. Hablaba poco y leía
un libro forrado en cuero: un lector hecho entre velas,
lámparas de carburo, de aceite o fogatas: lector echado en
tierra, a la escasa luz del sol. Decían de él:
"Está leyendo en un bote viejo"; "Lo vimos leyendo arriba
de un canelo"; "Pasó recitando, a caballo, por Hualacura".
Aprendió a dormir en ruca, a cocinar pescados.
Entendió que "entre el indio y él no
existían diferencias", así lo decía en
grupos de blancos agrios.

En carta a su madre narró: "Estoy creciendo bajo
la lluvia. Me sobra la placa y el revólver. Manuel, el
viejo jefe de una reducción, medio ciego, me tiene de
lector de historias de su pueblo. El cree que soy su hijo blanco
porque una noche me sacó de las frías aguas del
río Cautín: "Águila, mi caballo, es nuevo y
pisó mal la orilla del río. Me hundí varias
veces y una mano flaca, arrugada, madre o padre, débil,
alzó mis setenta kilos. Cree que soy un Moisés
pequeño, moreno. Es algo así como un abuelo para
mí".

A la vuelta de algunos veranos, Poblete le envió
recados a los caminos: "Regresa. Un prefecto viene a
inspeccionarnos". Un indio le entregó el mensaje cerca del
lago Budi.

"Inspección. ¿Para qué? Este pueblo
vive de otra manera: Blancos, mestizos e indios se están
entendiendo. Es Vidaurre: está más gordo y ahora
comprende algo más". Regresó.

Allí estaban sus compañeros encorbatados,
rasurados, con los zapatos sin barro, serios. Lo vio de entrada:
Vidaurre ocupaba el escritorio de Poblete que, sobrio,
sonreía diciendo:

Ya están todos, señor.

El prefecto miró a Araneda:

Estás flaco. ¿Por qué barba y esas
ropas?

Cumplo citaciones en reducciones indígenas donde
los caminos son intransitables. Vivo arriba del caballo y
…..

Siempre sabe, ignoro cómo, dónde
están los indios – informó Poblete.

¡Ah! exclamó el prefecto – supongo que no
son amigos tuyos.

Lo son. Oficialmente mi trabajo consiste en traerlos a
presencia del juez de indios o del juez del crimen. Un citador no
es un verdugo ni un fantasma. Se aprende, duramente, a
convivir.

Sigues siendo el mismo muchacho terco, santiaguino de
barrio bravo. Bien; y por estar aquí, iré contigo a
ver una reducción indígena.

Espinosa le ensilló un caballo overo, grande,
manso. Vidaurre era un buen jinete: galoparon, por caminos de
indios. Vidaurre oyó voces que no entendía, dichas
por mujeres, niños, hombres y viejos araucanos.
Comentó:

Sí eres conocido en esta zona, muchacho.
¿Qué te dicen?

Nos saludan.

No eres tan conversador como antes.
¿Todavía me odias?

Le estoy agradecido, prefecto. Ahora sé,
más o menos, lo que soy, lo que estoy haciendo y lo que
haré.

¡Explícate!

Tengo resistencia física, alguna cultura: puedo
vivir sirviendo a otros.

¡Eres policía! No debes
olvidarlo.

La verdad del hombre parece que es una
acumulación de experiencias extrañas. En un momento
impreciso uno siente la necesidad de saber un poco más
para volcarse hacia otros; para mejor servir. Es algo así
como la nube-río que riega, vuela y vuelve a regar
incansablemente. Por ella existen estos árboles, las
sementeras, estos caballos, Ud. y yo.

El viento traía, desde el este, notas
adormecedoras, monótonas.

¿Qué es eso?

La machi está tocando su tambor mágico.
Anuncia lluvia y….

¿Y qué?

Estamos llegando.

Los mapuches salieron a encontrar a Luis

Bienvenido, hermano.

Un indio viejo, apoyado en un bastón de canelo,
casi ciego, dijo:

Ya había escuchado los pasos de tu caballo.
¿A qué vienes, hijo?

Este señor, jefe de la policía
santiaguina, quiere saber qué es una reducción y lo
he traído a ver….. la nuestra.

Bien, Luis. Aquí, señor, jefe, viven
nuestras familias y en estas tierras nuestras,
trabajan.

¿Es Ud. el jefe?

Sí – contestó el viejo Manuel.

¿Cómo ejerce el mando?

Pongo a los fuertes al servicio de los débiles, a
los que saben más al servicio de los que saben
menos….

¿Tiene problemas?

Muchos: el hombre blanco y su avaricia, vicios y
mentira.

Gracias. Ya he visto lo que es una reducción.
Adiós.

¡No ha visto nada! Desmóntese y pase a una
ruca, a cualquiera: algunos hombres estarán ebrios,
durmiendo; otros y sus mujeres, trabajando; los niños
ayudando a sus padres. Nuestra machi luchando contra enfermedades
con yerbas medicinales y antibióticos, tratando de
interpretar al gran espíritu de toda la tierra. ¡No
se vaya: el indio no tiene metas!

Los jinetes, de regreso, internados en la noche,
guardaban silencio. La lluvia llegó lenta. Luis
miró las ramas de los árboles alumbrándolas
con una linterna sorda:

Apurémonos, señor: el aguacero viene
largo. Un poco más allá hay un bosque de
raulíes, robles y coigües.

La lluvia los alcanzó a cielo abierto. Vidaurre,
empapado, empezó a tiritar. Araneda le pasó su
manta. Juntó hojas y cortó ramas para levantar un
fuego alto. Las llamas chisporrotearon, crepitaron. De las
guarniciones de su montura sacó una botella de
aguardiente:

Beba, señor. Está afiebrado y tiene
escalofríos. Ya vienen a auxiliarnos.

¿Cómo diablos lo puedes saber?

Un silbido llegó desde la espesura y Araneda
contestó. Aparecieron dos jinetes. Conversaron en
mapuche…..y desaparecieron.

Pedí, señor, una carreta entoldada,
ligera. Le colocarán caballos rápidos.

Está bien. Háblame de
Cautín.

Los vientos bajos traen o llevan voces de trutrucas
sordas. Siempre es verde el corazón de esta patria del
agua. Los gallos de Cautín, plumas con flautas agrias, a
veces ignoran que llegó el día y cantan al sol de
la tarde o a la luna. Me gusta entrar a Lautaro por el este para
mejor ver camelias duras, dormidas, y moras enlutadas. Los
árboles frutales, cargados, olorosos, incitantes,
desconocen la ley del hombre, siguen la de Ngenechen (creador
supremo) que ordenó: los frutos son para todos. Entre
sapos bulliciosos y canelos sagrados, quilas y copihues,
chincoles y chucaos, uno cae en la hipnosis del cultrún y
olvida lo que lastima, los tambores mágicos, de todas las
meicas, van y vienen desde la montaña al mar y llevan y
traen el olor del tilo, del eucalipto, de boldos casi marineros.
Me gusta viajar por calles líquidas, largas, siguiendo el
camino viejo del agua. En el fondo del Llaima helado, mercedario
ornado y coronado de nieves blandas, remece los paraguas de las
araucarias o los envuelve en fumarolas tibias. La iglesia de
Perquenco está pintada con azul de bandera…..

En la madrugada llegaron a Imperial. Vidaurre fue
atendido por el médico del pueblo. Al tercer día
volvió al cuartel a despedirse. En el libro de
inspecciones escribió: "Felicito al jefe y a los
detectives de esta Subinspectoría de Investigaciones".
Miró a Araneda y dijo:

Voy a recomendarte para un ascenso y traslado…a la
capital. Me gustaría que trabajaras conmigo; pero me
desorientas. ¿Qué dices?

Gracias, señor. Usted sabe que pertenezco a esta
tierra.

Sí. Creo que estás embrujado……o que
eres uno de los brujos del tambor.

¿DÓNDE ESTÁ
EMILIA?

Calama era, en aquella época – iniciación
de la década del 40 -, un pueblo pequeño. La calle
mayor, que nacía enfrentando a la Estación del
ferrocarril a La Paz, tenía 6 o 7 cuadras, mostrando, las
dos primeras un comercio creciente que no se ha detenido, por ser
la bodega de Chuquicamata: la mina de cobre más importante
del mundo. Había una plaza con árboles, arbustos,
plantas, pastos: un cuadrado milagrosamente verde que llenaba,
gracias al río Loa, de alegría y nostalgia a los
sureños, que eran mayoría. Calles laterales
empedradas o de tierra seca. La agricultura empezaba con choclos
y melones pequeños; una industria también naciente,
y, a la distancia, la poderosa Dupont – Fábrica de
explosivos de los norteamericanos -, con casitas de techos rojos
y antejardines, para empleados y obreros. Chuqui era y es el
imán que atraía y atrae a chilenos y extranjeros
hacia ese desierto de 180.000 kilómetros cuadrados, de
1.500 kilómetros da largo, con alturas de 2.000 y 4.000
metros; rico en nitratos, cobre, oro, plata. Orillando la
cordillera, de noche es frío y arde el sol. 2.350 metros
de altura ponen el cielo casi en las manos de los
calameños: el infierno con vacaciones nocturnas para
jóvenes ambiciosos, aventureros de la
sobrevivencia.

Bares, prostíbulos, billares, hoteles, pensiones,
botillerías; "faltes" chilenos, vestidos de azul, con
gorras marineras y buhoneros árabes, vendiendo puerta a
puerta, sedas y casimires criollos, penquistas, como importados,
y baratijas. Aguadores en carretas tiradas por enormes machos
grises, negros, manchados; indios atacameños mascando
silencio y coca; huellitas de guanacos sobre las altas piedras
milenarias de los cerros vecinos. Sol, un sol lento, sofocador,
intruso, tostando aún más la tierra herida,
calentando el polvo fino de las carretas y disfrazando a humanos,
animales y vehículos, de fantasmas de la pampa. En el
fondo de los ojos de los sureños trasplantados: sauces
llorones bebiéndose el agua de mil ríos distintos;
peumos aromando el aire frío; quillayes y pinos cubiertos
de nieve, álamos y eucaliptos soltando lágrimas;
oídos tensos para reescuchar pasos de conejos en fugas
pretéritas y trinares de aves de la infancia,
caídas de agua, arroyos blanquiverdes y la marcha vertical
de la lluvia buscando tibios ponchos temucanos. Nortinos de
rostros gredosos, indiferentes, cuarteados, huérfanos del
verde, con miradas ocres, abiertas como el desierto, buscando a
pie, siempre caminando, otros rumbos para sus vidas. Yugoslavos
altos, rubios y morenos, extrayendo sal; chinos despostando reses
viejas, viajadas, sedientas; japoneses jugando al fútbol,
tratando de cazar llamas invisibles, trabajando; bolivianos
ensombrerados, bajos, cerámicos y bolivianas de largas
trenzas negras, descalzas, tristes.

Si un hombre tiene 22 años de edad, 1,80 de
estatura, salud, curiosidad vital, un empleo estable de
iniciación – detective tercero -, viste más o menos
bien y es soltero, se convierte en "buen partido" en cualquier
pueblo; en Calama fue recibido "con ansias esperanzadas" porque
los de su tipo y condición escaseaban; pero, un hombre
joven es, también, flecha en el aire: todo lo ignora,
incluyendo destino, menos su realidad biológica,
instintiva. Diego López había huido de la capital
porque una joven árabe quería llevarlo a las
oficinas del Registro Civil del barrio Matadero.

No buscaba riquezas ni planificaba futuro alguno:
simplemente vivía. Poseía un extraño sentido
de la libertad natural y una desarrollada curiosidad esencial por
los fenómenos humanos.

Conocido el cuartel policial – casita de un piso, una
ventana a la calle, 4 piezas y 3 calabozos de madera -,
compañeros y jefe, juez y secretario gobernador,
carabineros, gendarmes, autoridades municipales y vecinos
importantes, Diego López, a la semana de su llegada, se
unió al grupo de jóvenes que andaba a la caza de
mujeres nuevas, de tránsito en Calama. Se dedicaban a
revisar, disimuladamente, la llegada de los trenes
internacionales, autobuses y taxis. Conocían, muy de
cerca, los rostros de las prostitutas jóvenes que, en ese
pueblo, envejecían con sorprendente rapidez; sabían
de viudas físicamente generosas y de señoras cuyos
maridos, mineros embrujados, buscaban vetas lejanas.
Recorrían la calle principal y esperaban, a horario,
frente al paradero de "La Flota Mercurio" – un vehículo,
S. Wagon, que traía pasajeros, diarios y el correo – la
bajada de las hembras hasta que éstas se limpiaban los
rostros enmascarados por el polvo. Las miradas iban a las
piernas, nalgas, pechos; los rostros no interesaban tanto. A
veces llegaban "niñas sureñas" para "enamorarse"
algunas horas.

En Calama se es o no joven, se s o no sano: clima seco y
puna: cuesta respirar, andar, amar. Todo organismo es presa del
soroche

Después, un "después" de minutos,
observaban otras "cosas" de las recién llegadas: edad
aproximada, acompañantes para determinar parentescos,
argollas, maletas, ropas y el lugar hacia el que se
dirigían: no es lo mismo un hotel que casa particular,
pensión que residencial; si era o no esperada y por
quién o quiénes. Si alguna prometía "futuro
de horas" los demás se quedaban hasta verla salir. Esperas
largas. Hasta el chino de la carnicería sabía lo
que buscaban los muchachos porque algunos de los hijos de Chiang
estaban en el mismo juego vital. Diego López,
policía al fin y al cabo, descubrió que todas las
mujeres, por una u otra razón, iban, de mañana, a
la Botica Chávez y que algunas, al atardecer, visitaban a
una modista de las afueras del centro; aprendió a
diferenciar, por el acento, inglesas de norteamericanas,
"gitanas" antofagastinas y cabareteras de Iquique o Pisagua,
bolivianas de La Paz, de Oruro, Cochabamba o de Ollagüe y
las inconfundibles y maravillosas cruceñas. Con
santiaguinas y porteñas no tenía problemas de
acentos.

Ninguno de los jóvenes del grupo pensaba en
matrimonio. Creían entender y tenían razón,
que el amor no crece en prisiones geográficas.
Durísima posición dada las graves y urgentes
circunstancias.

Las jóvenes casaderas, de familias,
conocían muy bien los principios de los varones, porque
vivían el mismo "drama-edad"; vestían con elegancia
cuidadosa, iban a misa, no salían de noche. Daban la
sensación de seguridad y confianza que entrega una
excelente y rigurosa educación antigua y sabia: les
habían enseñado que el hombre superior busca formar
una familia con una compañera fundamentalmente honesta. La
mejor "docena" se paseaba, la mañana de los domingos, por
la plaza; en la tarde, vermouth, reaparecían con sus
padres o familiares, en el único cine. Llenaban de regalos
a la heroína que lograba cazar a uno de "Los Lobos". En
esa función vivían. Juan Yutronic, una especie de
capitán de los solteros, decía: "Todo es
cuestión de tiempo, de saber esperar, muchachos, y los
mejores frutos de esta zona caerán en nuestras manos sin
altar". No era tan cierto: algunas parejas saltaban las
convenciones sociales, grupales y buscaban, en la complicidad del
desierto ancho, oscuro y mudo, salida a la contemplación.
"Los amores furtivos" eran respetadísimos porque casi
siempre terminaban vestidos de blanco y negro en la vieja iglesia
parroquial. Cuando ocurría, los hombres se emborrachaban
con "el traidor"; repetían sus votos de soltería y
seguían "cazando autoengaños".

¿DE DÓNDE VINO LA
FLECHA?

Diego vio un par de piernas cinceladas, envueltas en
seda gris-perla; talones delgados, pies pequeños, las
pantorrillas, llenas se entrechocaban en los pasos largos,
ágiles. La falda, corta, mostraba los comienzos de muslos
largos, duros, que terminaban en asentaderas redondas, breves;
encima de las caderas onduladas una cintura de ánfora
dormida, llena de ángeles y demonios; la espalda lisa, se
veía firme a través de la ajustada blusa de lunares
azules sobre el fondo blanco; hombros redondos, brazos largos;
cuello blanco, azucenado y cabello negro, sedoso, brillante,
rizado. Apuró el paso, la pasó y pudo verle, de
frente, el rostro ovalado, virginal, de morena clara: adolescente
con ojos negros, árabes, de baja mirada de miel. La
dejó pasar sabiendo que la muchacha se le había
grabado, inexplicablemente, en las células del
ansia-especie. Su lógica humana le hablaba de
ilusión, de espejismo nortino.

No le fue difícil averiguar quién era:
hija de palestino y huasa melipillana; había terminado sus
estudios secundarios en Antofagasta. Recién se
había sacado el medio luto por la muerte de su padre.
Atendía una pequeña tienda de su madre en la calle
central. López compró pañuelos, calcetines,
corbatas, colleras que jamás usó, peinetas y
botones, hasta que logró interesarla. Siempre estaba
huyéndole a la huasa de rostro masculino, de voz de
hombre, fumadora empedernida, que se había puesto
"saltona" con las visitas del cliente joven, apuesto, charlador
sonriente: al parecer, doña Margarita Gómez vda. de
Fuad, no quería yerno alguno.

Las tardes de los lunes Emilia tomaba el caminito hacia
el cementerio llevándole flores a la tumba de su padre.
Diego la esperaba entre tumbas viejas entibiadas por el sol.
Pasión primeriza para ambos, desatando, entre cruces y
flores secas, el huracán de la sangre. Semana a semana se
fueron soltando las ansias, confundiéndose en el ir y
venir de manos, bocas, sexos.

Abandonaron Calama. En el sur iba a nacer una
niña. Terminaron casándose entre ríos y
sauces, pájaros y lluvia.

¿QUIÉN ES
QUIÉN?

Emilia acariciaba la piel de Diego como si fuera la
suya. Se aferraba a los músculos de su hombre con fuerza
de brazos antiguos. Al año un vello oscuro le
apareció sobre el labio superior. Engordó.
Empezó a fumar y la voz cambió de fina a gruesa, a
ronca. En su barbilla irrumpieron pelos largos, duros, negros. El
viejo moño, guardador de trenzas embrujadoras, se
convirtió en melena corta. A los dos años de
matrimonio bebía cognac y vino. Había alargado sus
faldas y ya no usaba rouge "Victory" ni perfumes ni rimel ni
polvos. Así pasaron los años de la
transformación. Un día preguntó:

¿Cuántos hombres hay en ti,
Diego?

¿Qué? ¿Tú
preguntas?

Me refiero a aspectos y épocas. Tú eres
distinto del que conocí en Calama hace 18 años.
Sólo te quedan las facciones, el nombre y la estatura.
Hasta tu oficio es otro. Además, eres blando,
tímido, cuidadoso, enfermizo: hasta el humo de mis
cigarrillos te hace mal. Te has vuelto silencioso, piensas
demasiado.

He envejecido. Eso es todo. ¿Dónde
está Adriana?

Salió con su novio. Supongo que regresará
a la hora de comida. Adriana es ordenada, fina, suave; se parece
a ti, Diego. Una copia femenina de un hombre delicado, esbelto
culto, cavilador.

¿A mí? No existen seres iguales.
Tú, que has observado mis cambios, debes saber que cada
ser vive modificándose día a día. Lo que
algunos no tenemos es memoria para advertirlos o valor para
señalarlos…

¿Te estás refiriendo a
mí?

A todo el mundo, Emilia. Yo ignoro lo que soy y las
razones de los cambios. Creo que no pasamos de ser pésimos
recordadores de nosotros mismos y sólo recurriendo a
fotografías antiguas, releyendo cartas o conversando con
testigos de lo que llamamos "pasado", nos reconstruimos muy
superficialmente. Nadie advierte los cambios del alma que son los
que importan. A propósito, ayer vi a Juan Yutronic. Esta
viejísimo. Te envió saludos. Dijo: "¿Sigue,
Emilia, manteniendo esa cintura inolvidable?". Asentí.
¿Cómo se explica, a un amigo, las modificaciones
del cónyuge? Siempre es bueno que algunos nos recuerden
como éramos. Yo no puedo hacerlo sobre ti ni tú
sobre mí porque los hemos vivido juntos, minuto a
minuto.

Emilia apagó su cigarrillo, bebió cognac ,
y se puso a roncar con la boca abierta. Diego entró, una
vez más, en las zonas de los misterios del hombre y del
insomnio. Escuchó a Adriana que, sigilosamente,
abría la puerta de su dormitorio.

¿QUÉ
SOMOS?

En la década del 70 Emilia y Diego eran, por
tercera vez, abuelos. Adriana, desde Buenos Aires,
escribía, regularmente, a sus padres, enviaba fotos de los
niños, regalos.

Emilia parecía cuidarse "los bigotes" lustrosos y
ya no se sacaba los pelos de la barba. Se peinaba como Diego,
hacia atrás. Se ponía el pijama azul de su marido,
que le quedaba estrecho y cantaba, en el baño, viejas
canciones campesinas… con voz de capataz.

¡Diego, ven! En la TV apareció el mercado
nuevo de Calama; alcancé a ver la esquina donde estaba el
Hotel "La Bolsa"; un poco más allá, atravesando las
líneas de los trenes, todavía sigue igual el
caminito al cementerio.

Diego pudo ver las copas de unos viejos pimientos, parte
de la pampa y la orilla norte del Loa. Empezó a
reír como si de su espíritu se hubiera apoderado el
diablo.

¿Qué te pasa?

Me río de mi memoria, Emilia. Te miro y te veo un
moño gris, fumando cigarrillos hechizos, vestida de luto y
maldiciéndome…

¡Esa es mi madre! Déjala tranquila!
¡Está muerta!

No lo sé, Emilia. No lo sé. Creo que
tú tienes dos memorias y un solo rostro. Dos vidas casi
iguales…

¡Estás loco! ¡Soy tu esposa!
¡La hija única de Margarita Gómez!

Está bien. No grites, Margarita, y dime,
¿cómo pudiste desdoblarte en Emilia?
¿Dónde está la voz que usaste en Calama, el
cutis de la dicha, el brillo de fragua de tus ojos y ese amor tan
limpio como para embrujar mi vida? ¿Dónde
está Emilia? ¡Emilia! ¡Emilia!

LA MOMIA DEL
CAUCE

El 18 de febrero de 1948 fue muerto a golpes de martillo
o algo parecido, todos en el cráneo, el pintor Jorge Madge
Cortés, en su maravillosa casa de San Juan de la Cruz 511.
Subida de Agua Santa. El crimen sigue sin
solución…judicial.

Diez días después de ese crimen que
conmoviera a los habitantes de Viña del Mar,
Valparaíso y Santiago, desapareció, hasta el
día de hoy, el bailarín y pintor Ignacio del
Pedregal Corvalán, equívoco amigo, de la
equívoca víctima de San Juan de la Cruz.

La policía civil de las tres ciudades se puso al
rojo. El Director General, don Luis Brun D'Avoglio (bajo su
dirección se crearon tres brigadas policiales: B. H., B.M.
y B.E.), ordenó cambios de jefes zonales y comisiones de
"servicios especiales". César Gacitúa se hizo cargo
de la Prefectura de Valparaíso: hombres de la Brigada de
Homicidios y del Laboratorio de la Policía Técnica,
empezaron a viajar continuamente hacia el Puerto. Se estaba
comenzando a hacer policía seria, profesional, y todos
éramos aprendices con cierta y relativa experiencia en
distintos campos de la pesquisa aislada, inconexa. Aún no
teníamos un claro sentido del trabajo en
equipo.

Por la impresión generalizada, derivada de la
personalidad de la víctima y de la del desaparecido
bailarín – habíamos encontrado, además, en
San Juan de la Cruz, películas, diapositivas y
fotografías de miles de pederastas en hechos y actitudes
inequívocas – se procedió a la detención de
cientos de homosexuales en las tres ciudades. Muchos fueron
identificados por primera vez, con gran sorpresa nuestra, como
integrantes de tales grupos… La realidad, abriéndose en
abanico, mostrando, una vez más, lo sorpresiva que es la
comunidad cuando se amplían los rostros de una simple
fotografía o se proyecta en un telón el
pequeño cuadro de una película. Casi todos
enterados del crimen y de la desaparición. Nadie hablaba.
¿Es una logia, una hermandad o una asociación del
miedo al escándalo? A la trivial y directa
pregunta:

¿Conocía usted al pintor Madge o al
bailarín?

¡No!

Casi un ladrido por el sacudón en lo aparente y
en lo esencial. Repetido dramatismo en las individuales
representaciones. Estábamos "equivocados",
"confundidos."

Se le mostraba la fotografía o la película
en la que el entrevistado aparecía con uno de ellos o con
ambos y tenía lugar otra conocida reacción: cambio
de actitud, de voz y casi una misma frase con variantes
formales:

¡Ah, eso! No lo sabía. Fue hace mucho
tiempo. Estaba drogado, borracho. Era muy joven. No los
conocía…

La voz policial, mecánicamente:

Hay otras fotografías, ésta por
ejemplo.

Derrumbe, histerismo, llanto, silencio y un mirar
suplicante. Una historia más o menos acomodada.

Solamente nos interesa el asesinato y una
desaparición.

Había que decirlo porque era la verdad. Un
respiro caído del cielo o del oficio para las dos partes
diálogo. No sabían nada del crimen y no
podían saberlo, lo supimos después, porque el autor
no pertenecía, ni mucho menos, a "la hermandad". La misma
respuesta en todos los entrevistados y las mismas actitudes
conformaron una pista diferente.

El 19 de abril, Scandor, sargento de guardia en
Investigaciones de Valparaíso, atendió el
teléfono: una voz policial anunciaba el hallazgo de un
cadáver en el lecho del cauce de la Avenida Francia, casi
esquina de Brasil. El recadero agregó que la
víctima había sido muerta… a martillazos en el
cráneo.

Las mentes policiales asocian en la misma forma
elemental que las que no lo son, quizás si con algo
más de rapidez. "inmediatez" debiera ser el verdadero
calificativo; una figura diminuta, dibujó arabescos y
abrochó un nombre, un nombre que ya parecía
sortilegio.

Las veloces patrullas se detuvieron junto a la entrada
del cauce, en los mismos pies de los amontonados curiosos que
miraban hacia el hoyo profundo y largo: calle o avenida
subterránea por donde baja al mar el agua de las lluvias
caídas sobre los cerros vecinos.

Bajamos. El cadáver estaba medio enterrado en la
húmeda y seca arena del cauce: seca la superficial, como
siempre ocurre con estos minúsculos fragmentos de
roca.

La deshidratación había sido más o
menos rápida en el lado derecho: se notaba la piel
desecada y cierta reducción de los tejidos.

La división de los fenómenos
cadavéricos llegaba, en lo externo, a las dos mitades:
oreja, cara, cuello, hombro, brazo, cadera y pierna derechos:
momia; el otro lado tendía a una lenta
putrefacción. Toda su sangre, por gravedad, medio de lado,
estaba en el costado izquierdo y como su permanencia era de
días largos (?), permitía apreciar, de visu, el
pergamino de su piel derecha. Sí, era un cadáver de
"película", al presentar, simultáneamente, dos
fenómenos tanatológicos francamente opuestos,
momificación y putrefacción. Un cadáver asaz
contradictorio, un tanto desabrigado para la época del
hallazgo; desnudo desde la cintura hacia arriba. En su
muñeca izquierda tenía un reloj sin marca, sucio,
deteriorado, unido a una correa con alambres de cobre.

Sobre el parietal derecho una profunda herida circular
hecha con un instrumento contundente de punta más o menos
aguzada. No presentaba otras heridas ni marcas de violencia
sexual.

En toda investigación criminal sólo hay
dos metas: descubrir al asesino y detenerlo. Toda pista nace, se
acepte o no, directa o indirectamente del sitio del suceso.
Aquella momia resultaba ser un desafío cierto:
¿quién fue en vida?

CASI NADA.

Desafortunadamente aquella mano derecha no guardó
la división de los fenómenos cadavéricos de
su lado. Instintivamente se había metido en la arena del
lado izquierdo y estaba casi descompuesta; sin embargo, un trozo
de epidermis del dedo anular conservaba no más de medio
centímetro de pulpejo pegado al dermis. Fue cuidadosamente
desprendido y colocado en un frasco con formol: había que
conservarlo…. por las dudas. Nadie puede determinar, con
exactitud, en una investigación criminal que se inicia, lo
que es o no importante…

Se midió hasta el agua caída durante esos
meses; se intentó una mascarilla de las borradas
facciones; se tomaron fotografías al cadáver desde
todos los ángulos posibles; se pesó y midió
con rigor: 58 kilos y 600 gramos, un metro y 63
centímetros y medio. Osvaldo Esquivel Rojas, médico
examinador policial, estudió los músculos de la
pierna derecha de la momia y los comparó con
músculos de bailarines profesionales. Se exhibieron las
fotografías del rostro del cadáver a los familiares
de Ignacio del Pedregal, no fue reconocido. Se intentaron
estudios comparativos de cabellos: un detective, en casa del
desaparecido pintor-bailarín, revisaba peinetas,
escobillas y trajes en busca de cabellos auténticos… sin
encontrarlos. César Gacitúa y sus hombres filtraron
cuidadosamente el hampa porteña en busca de
información. Nada o casi nada…

CÓNCLAVE DE
"TIRAS"

En las oficinas del prefecto Gacitúa se llevaron
a efecto sucesivas reuniones policiales. Es un exponer breve,
preciso, porque en policía profesional nadie pierde el
tiempo: la solución de un caso difícil es el
regreso a la normalidad de todos los pesquisas: se acaban las
trasnochadas y las intoxicacionestabaco, alcohol, drogas -, la
nerviosidad, el mal humor legítimo.

César bocetó las líneas centrales
del caso: identidad desconocida, arma no habida y casi
inidentificable, data de muerte imprecisable. Se "tiraron" nuevas
líneas laterales, variantes de lo que ya se había
hecho: había que recomenzar de algún modo, sabiendo
todos que se trataba de un recuento desesperado.

Alguien preguntó:

¿Quién encontró el
cadáver?

La respuesta vino rápida y malhumorada:
¿Quién iba a hallarlo? ¿Miss Chile o el
Obispo? ¡El limpiador de cauces de ese sector!

Otra voz: ¿Será martillo?

Esquivel:

Lo ignoro. Practicaremos un estudio a fondo.

¿Cuándo? ¿Cómo vamos a
seguir conversando si ignoramos con qué clase de arma fue
muerto?

El primer "cónclave" fue interrumpido. El
cadáver, que "descansaba" en el cementerio de Playa Ancha,
fue exhumado y llevado a la morgue. No, no era martillo: formaba
una especie de cono invertido cuyo tamaño, al prolongarlo
más allá de la herida, resultaba de una longitud y
grosor no comunes en herramientas de ese tipo. Su forma
cilíndrica no calzaba con ningún tipo de arma
contundente conocida .

De regreso al cuartel de Bellavista…más
café y cigarrillos para seguir tejiendo conjeturas
valederas.

Los expertos santiaguinos trabajaban el trozo de
epidermis por Poroscopía (Sistema de Identificación
creado por mi genial maestro Edmond Locard, que permite
establecer identidad por comparación de poros) y enviaron
la siguiente noticia: la momia no era Ignacio del
Pedregal.

¿A quién diablo correspondía esa
media momia?

Una voz aparentemente tímida:

Quedó muy cerca de la entrada del cauce…
¿Por qué elegirían ese lugar?

Porque les era más fácil que hacer un
forado en cemento. ¡Otra pregunta como ésta y
aquí habrá otro muerto!

Es que – insistió el casi tímido – …
siempre hay relación entre camino y costumbre o viceversa.
Insisto… divagando… ¿por qué ese cauce y ese
lugar?

Valparaíso está lleno de
cauces…

La pregunta tenía otra envoltura: daba respuestas
y decía relación con esencias humanas orillando
verdades eternas. Quedó flotando…

Otra voz, con mucho de oficialista:

Me parece necesario y fundamental establecer
dónde y cuándo fue visto, "por última vez",
el desaparecido bailarín señor Ignacio del
Pedregal. Es un antecedente de primera magnitud
para…

El prefecto "Caifás":

Me cargan las asociaciones tontas, infantiles, fuera de
lugar. Ya te dijeron que no era el bailarín.

Sí, pero sigo creyendo que vale la pena
saberlo…

La respuesta fue un adoquinazo:

28 de febrero. Almorzó con un desconocido en el
restaurante "El Refugio", Quilpué. ¿Ahora
qué?

Nada señor. Trataba de hilvanar
hechos.

Claro, puede preguntar, señor comisario, para eso
se colocó aquí, pero no olvide que se encuentra
entre superiores a usted en esta clase de asuntos. ¿No le
parece mejor: cauce-camino-costumbre?

Perdón

Otra voz.

¿Qué tiempo tiene, doctor, la momia, como
fiambre?

Entre 2 y 4 meses. Las condiciones físicas que la
rodeaban no permiten precisar data. Carecemos de experiencia al
respecto. El plazo que le doy se basa en el proceso
orgánico-destructivo que presenta. No es muy valedero por
la enorme variabilidad que existe entre un organismo y otro y
porque jamás había visto algo
semejante…

Un lapso preciso hubiera sido una pista.

Sí – comentó el jefe de Homicidios -, una
fecha, una hora, algo así como una señal en el
tiempo para buscar testigos. De haberlos… ¿qué
les preguntaría? ¿Vio usted pasar por aquí
al hombre que se convirtió en momia?

No, señor, pero podría preguntar por un
hombre de un metro 63 centímetros y 58 kilos de
peso…

Claro. Un testigo con un cartabón y una balanza
ubicada a la entrada del cauce y justo en el tiempo del
descenso… Bajó, probablemente de noche, comisario. No
sirve.

Perdón, señor.

Voz conocida:

Insisto en camino-costumbre desde otro punto de vista:
la actitud física era, en rasgos generales, de durmiente.
No hagan chistes, esperen. Es cierto que pudieron quitarle la
ropa, pero, a juzgar por el reloj pulsera, debió ser
también de muy mala calidad. Yo diría que se
acostó donde siempre y que hacía calor. El doctor
Esquivel nos permite, con su plazo mayor, ubicarnos desde fines
de la primavera al verano…

Así es y será siempre en policía
civil de cualquier parte del mundo: flechas, aparentemente locas,
buscando un blanco. Tanteos y balbuceos, hechos desde un oficio
cierto, porque no existe el cerebro policial capaz de verlo todo,
de aclarar cualquier caso.

Otra voz, que fue tomando fuerza durante la breve
exposición y que parecía vacilar:

Ese "cacharro", níquel, cuero, cobre-alambre: ese
reloj pulsera ….es de pelusa.

"Reloj-pulsera-pelusa". Tres voces simples, comunes, que
se incrustaron a fuego en siete mentes policiales con dos
descuentos… Por allí, por ese boquerón abierto
por la lógica sobre los casos simples iban a encaminarse
los nuevos y presurosos pasos de las pesquisas.

Se mostró el "reloj de pelusa" a todos los
"choros" del Puerto. Aquello fue una razzia con fines ciertos,
razzia de flecha clavada en un blanco, las únicas que se
justifican.

"Los perros" (detectives en función de rastreo)
cubrieron de nuevo los cuarenta y tantos cerros porteños.
"La pesca" le estaba haciendo honor a su apodo: calabozos y
pasillos estaban llenos de detenidos. El hampa firme se
arrinconó durante algunos días; pero, hay que salir
a "trabajar": no se puede vivir siempre
"encaletado"…

UNO SE VA DE LENGUA

El detenido Lautaro Julio Moreno Gallardo, alias "El
Coquimbo", se mostró "reticente" al "interrogatorio", casi
masivo. Tenía, al parecer, "una papa" atravesada en la
garganta: transpiraba y movía los labios como los conejos
hambrientos ante una zanahoria. Fue separado del
"piño".

¿Qué te pasa "Coquimbo"? Tú no eres
de los muy callados.

La cosa es sencilla: tengo "julepe".

Pero aquí nadie podrá hacerte daño,
excepto nosotros, por supuesto…

Una agachada de hombro del policía, a manera de
disculpa, subrayó la última frase.

No sé, no estoy seguro; pero…afuera o en
"canasta" me pueden "dar el bajo".

Bien. Entonces…"frisca, pelo y…"

No. "Me iré de lengua": ese reloj era del
"Negro".

¿Cuál "Negro"?

El lustrabotas Benito Contreras que tenía un
"lío" de faldas con el "Cojo Tiznado"…

Más que suficiente. En Santiago compararon el
trozo de piel con la ficha dactiloscópica de Benito
Contreras Cisternas. Sí, él era "La momia del cauce
de la Avenida Francia".

"El Tiznado" o "El Cojo de la Pat'e Fierro", Ricardo
Mora Rosales, estaba en "los pimientos" (la cárcel, se
conoce con ese nombre debido a las plantas de pimientos que tiene
en el frontis) por robo, ebriedad y desorden. Le decían
"El Tiznado" porque los choros le llaman "El pat'e fierro" a los
trenes y porque en la época de este crimen algunas
locomotoras se movían a carbón, maquinistas y
fogoneros siempre andaban llenos de tizne (humo, hollín).
El juez Víctor Concha, enterado del asunto por
César Gacitúa,, ordenó "la libertad" de
Ricardo Mora.

¿ERA TAN IMPORTANTE?

Afuera, entre "los pimientos"… dos manos sobre los
hombros y un corto viaje en patrullera. Una voz
conocidísima y temida por el hampa rompió el
silencio:

¡Cuéntame la firme sobre "El Negro
Benito"!

Sabía que "los tiras", perdón, los
señores detectives, me andaban buscando por ese asunto.
¿Era tan importante "El Negro Benito" que hasta los de
Santiago andaban por aquí?

La misma voz anterior:

¡He dicho: al grano, "Cojo"!

Ta bien. No se enoje, don Cesita. Jue pura
cuestión de curaos. La noche de Año Nuevo
"rosquiamos" frente al Velarde (teatro). Vi la serial. A la
salida me tomé "dos loros" de tinto en "El Oakland" para
agarrar juerzas. Yo sabía que "El Negro" me estaba
"comiendo la color" con la "Rosa Chica". Lo busqué y lo
encontré "papaya": durmiendo en el cauce Francia. Yo le
conocía, al finao, toas sus picás. Ni
despertó cuando bajé por la escalera y eso que la
tapa de fierro del cauce y mi pata metieron mucho ruido con los
peldaños: fierro con fierro, usted sabe, don Cesita.
Abajo, con esta misma pata le hice un "forado" en la cabeza.
¿No sé? Murió pollo. Ni siquiera se
agitó. Creo que él también estaba algo
"escabiado" (bebido).

Afuera, la luz del sol recién apagaba a las
luciérnagas. La bahía, azul-blanca, mano amiga,
abría, como siempre, sus puertas al viento. Barón
se estremecía al paso del primer tren local… Atravesamos
Bellavista: una ola casi nos moja las orejas y el
espanto…

En el aire… un bailarín seguía y sigue
haciendo piruetas y morisquetas…

Carta de un espectro

Hace algunos años aparecieron sobre mi

escritorio policial, estas páginas manuscritas
(?),

cuyo origen aún no he podido
establecer.

Las letras parecen haber sido hechas con la
más

fina pluma de un colibrí en vuelo
bajo,

entintado. El sobre tiene un lacre azul-celeste que
conservo.

Inspector Cortés.

"Señor Carlos Cortés:

"Todo ser viviente empieza a morir antes de nacer; es
una ley biológica inexorable que el humano adulto trata,
inútilmente, de olvidar. Por supuesto, nadie nace
conociendo tan horroroso fin; pero, a medida que crecemos
física e intelectualmente, nos acomodamos a esta verdad
dura, amarga, inmodificable; si así no fuese, nadie
querría vivir.

"Nos desarrollamos entre invariables fenómenos
vitales-letales; unos, como el amor, motor de vida eterna y
prodigios y otros, los más, saturados de odios antiguos
que visten, a veces, el traje bermellón de la ira.
Descubrimos, siendo niños, la muerte y sus formas en un
pájaro tieso y frío; en un gato de pupilas
vidriosas; al pinchar un insecto o al oír el llanto de los
nuestros porque a un pariente, de cualquier manera, se le detuvo
el corazón; y ya estamos en la pista de lo que realmente
somos: mortales prisioneros, por dentro y por fuera, de signos
ineludibles e indescifrables; aunque podamos advertir la lluvia
en las nubes oscuras, la primavera en el brote sin abrir del
aromo de agosto, la vejez en la insinuada arruga inicial;
desilusión vital en pupilas conocidas por amadas o la
belleza crepuscular del cielo del oeste antes de iniciar la
despedida de un día más-menos de nuestras
conciencias hechas a los ciclos de este pequeño,
fértil y bellísimo planeta que llamamos
Tierra.

"Fui sureño. Me tocó nacer aquí,
junto a millones de seres parecidos a mí en sueños
y realidades. Me llamaron "Manuel", un antiguo nombre religioso.
Crucé mi leve plazo físico-vital
"curioseándome" y curioseando al hombre-especie y sus
haceres. Todavía, con mi memoria vieja de espectro nuevo,
recuerdo las manos de los alfareros levantando la greda
húmeda, alisando contornos, y esos fijos visualizando,
cerebralmente, las formas de los cántaros; conmigo
todavía van los artífices de la piedra lapidando
imágenes y cruces; y los descalzos pisadores de uvas
azules y abejas ebrias; estatuarios pescadores del mar de Puerto
Montt con las pupilas llenas de gaviotas trasnochadas y las
manos, al amanecer, rojas de sangre palpitante. Sigo unido al
herrero y a su fragua de estrellas diminutas; al buey tejiendo
interminables babas largas delante de las carretas del hombre; al
caballo dormido en la colina más alta del paisaje de mi
infancia; al ladrido del perro tempranero; al olor del pan
recién horneado. Entre las voces de mis sueños
mortales, pastoreadas por el cariño, salen,
apiñadas, las de mi madre y mis dos tías: las
distingo por francas, generosas, por simples y querendonas en los
dejos: "¡Manuel!" y dejaba los elevados nidos de los
robles, mis collares de "cuentas" de eucaliptos para correr hacia
los brazos robustos y tiernos: sabía, por el cacareo de
las gallinas y por el mugir de las vacas ordeñadas, que me
esperaba, en la mesa del hule a cuadritos, una enorme taza de
chocolate caliente, espeso; tostadas, naranjas o manzanas, y tres
sonrisas largas, invariables. Infancia, la voz más honda:
madre de todas mis raíces. No quería dormir para
que mi vivir fuese más largo.

"En su gran ciudad, inspector, las voces son otras y
vienen y van de distinta manera, porque haceres y costumbres son
diferentes: alguien o algo ha borrado casi todas las sonrisas de
los rostros multitudinarios. Esquivan la lluvia y los rayos del
sol. Sólo de paso ven la llegada de las flores; han
olvidado las formas de la magnolia y el olor del jazmín.
Algunos niños, vecinos de grandes parques, suelen jugar
con las hojas pirueteras del otoño; creo que son muy
escasos los santiaguinos que hayan hecho un mono de nieve con sus
propias manos. Sin infancia agreste, ruda, levantisca y libre, el
hombre no tiene tesoros internos: vive desconociendo la
emoción del hallazgo personal, la de la pérdida; la
imaginación carece de la base tempranera, esa que entrega
la rama de un sauce convertida en barco de acequia; la de las
hormigas, siempre desfilando, que van a almacenar el fragmentado
pan del hombre en negros o eternamente sombríos palacios
subterráneos. Mi oído, inspector, conoce la marcha
de esos pasos leves y los añora: con los ojos cerrados
podía saber si la abeja era una exploradora solitaria,
segura de sí o si se había extraviado de la ruta.
Aquí jamás pude charlar con un sólo
pájaro ni pude seguir, por falta de tierra agujereada, los
rastros de un gusano. Ni el río corre libre. Tuve que
guardar, por inútiles, mi honda de peumo, mis anzuelos de
cobre y hasta mi pequeño cuchillo de monte. Nadie pesca,
nadie caza. Lo que no pude guardar fueron mis ansias de campos
abiertos, de montañas y bosques, de ríos y mar
grises, y del colegio me iba al San Cristóbal a vagar mi
dolor de niño campesino, a recordar volcanes nevados,
culebras anidadas, varillas de palqui y salmones remontando
corrientes de agua fría con orillas de nácar
espumoso tejidas y destejidas por el aire.

"Me enseñaron a teorizar sobre números y
lenguaje; y yo quería tener alguna seguridad desde
mí mismo: interna, auténtica, legítima, para
mejor tender mis manos al hombre. No llegué muy lejos:
alguien disparó una ráfaga de plomo y
estallé en plena calle, como un globo de piel, sangre y
ansias. Sé que es extrañísimo, inspector: vi
caer mi cuerpo joven, nuevo, con el hombro izquierdo destrozado.
Perdí un pie calzado y la vida… como la entendía
o la estaba entendiendo. La calle no es un buen lugar para morir
cuando la vida sólo es una esperanza. Las balas me
sorprendieron fumando: el humo azul se fue de mi cuerpo y yo
ascendí con él hasta una cornisa gris, cerca del
techo de un edificio viejo, al lado de una mosca seca y de una
telaraña semidestruida. Podía ver, oír y
oler; todavía lo hago; sólo que no entro en
relación directa con los vivos: soy un testigo
incomunicado. Echo de menos mi enorme caparazón humana con
la que anduve 20 años por los caminos del hombre y sus
sueños; esa que Ud., inspector, cubrió,
piadosamente, con un paño negro.

"Al verme muerto mis compañeros gritaron,
lloraron, escandalizaron. Llegaron policías uniformados y
de los suyos. Alguien trajinó mis ropas y encontró
mi carnet de identidad, versos, dibujos de torcazas enamoradas.
Las autoridades avisaron a mi familia santiaguina. Hubo denuncias
y publicaciones. En la mañana de un domingo enterraron mi
cuerpo: seguí el cortejo. Cerca de la tumba de mi familia
hay un ciprés dormido, empolvado, cubierto de
pájaros bulliciosos. Cuando mi cadáver fue tapado
por la tierra removida ascendí hasta el árbol:
tiene nidos de gorriones saltarines. Bajé y recorrí
las calles de los muertos leyendo epitafios de vivos para vivos:
nadie escribe para espectros, y cuesta vivir así,
inspector, sin esperanzas humanas y esperando. Estoy
desorientado: no tengo lugar entre los vivos ni entre los
muertos…

"Me describí diciéndole que puedo ver,
oír y oler; en verdad, soy una "potencia" informe,
ingrávida. Todavía no me conozco bien en este
estado; sin embargo, mi memoria, archivo de lo grato, y mi
juicio, que no alcanzó a formarse, parecen ser los mismos
de siempre. Supongo, dada mi total inmaterialidad, que carezco de
los otros sentidos y es una lástima, porque me sigue
gustando el recuerdo de la piel y del cabello de una muchacha
española; saborear frutas agridulces y fumar al atardecer
para despedirme del sol. Ya sabe Ud. que puedo movilizarme hacia
cualquier parte, pero todo me resulta conocido. Puede que no pase
de ser una memoria redonda y solamente etérea penando
entre los míos.

"La razón de esta "carta espectral" es
sólo una: saber si puedo comunicarme con algún
humano. Usé un moscardón verde en el que tuve que
meterme para que sus patas entintadas no fabricaran un
jeroglífico. Lo elegí a Ud., inspector
Cortés, porque conoce la piedad y tiene práctica de
muerte y experiencia vital suficiente como para no llegar al
espanto. En mi nuevo estado tengo algunos problemas: el perro de
mi hermano, cuando me acerco a la que fue mi casa, ladra
desesperadamente y gime; el canario deja de cantar y el gato
blanco se eriza y huye hacia los techos vecinos. Sé que mi
hermano -puedo leer sus pensamientos y comprender el origen de
sus emociones- se acerca a la verdad porque nos parecemos por
dentro y por fuera. Si me alejo de esta casa voy a seguir
sufriendo "en muerte". Aconséjeme. -Manuel.

LA RESPUESTA

Como si hubiera recibido una orden secreta e imperiosa,
escribí:

"Manuel, aléjese de sus familiares santiaguinos.
Váyase al sur, a ese paisaje que tanto conoce. "Viva" con
su madre y sus tías "… tan simples y querendonas". Creo
que a ellas no va a asustarlas el espíritu rondón
del hijo-sobrino que tanto quisieron.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
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